
Las personas siempre hemos sido el espectáculo más atrapante para otras personas. Entre ver algo y ver a alguien siempre gana -por lejos- el segundo show.
Existe una razón muy obvia para que esto sea así: al ver al otro nos vemos, al comprender a alguien, nos comprendemos. En el más lejano de los casos, esto pasa al menos por ver que no nos parecemos a esa persona (definirnos negativamente -yo no soy eso-, es también definirnos).
La antropología social nos dice que venimos hablando y contándonos historias de otros, desde hace decenas de miles de años.
Es posible que sin esas historias y charlas indiscretas (cotilleos, chismorreos), la propia conformación del grupo se hubiera abortado: contando es como retenemos nuestra Historia y dilucidamos si el otro es confiable o no.
Es también esta disciplina la que señala en qué momento del día nuestros ancestros hablaban de cosas prácticas, y cuándo el tema eran otras personas: al comienzo de la jornada lo primero, y en torno de una fogata, al caer el día, lo segundo. En «Los orígenes de la creatividad humana», Edward Wilson dice que el fuego ha sido cemento social, elemento de cohesión… hoy podríamos decir que nos reunimos al calor de Netflix…
No me cuentes algo, cuéntame alguien…
Y es precisamente reflexionando sobre la frase anterior, cuando más se pone de manifiesto nuestro creciente interés por la identidad. Lo que decía al principio señala la antigüedad y permanencia de nuestra atracción hacia las personas, pero lo que está sucediendo desde hace un tiempo ya, es la creciente relevancia del story telling identitario.
Hoy resulta hasta inapropiado escribir un guión sobre algo que pasa, en lugar de escribir sobre una persona a quien le pasa algo.
Y si eso que pasa le pasa a un grupo, el estándar actual es la secuencia de experiencias individuales observando eso, pero nunca el evento desvinculado de las personas.
Si Caperucita Roja se escribiera hoy, sería bien la historia de una niña a quien sus padres le cuentan el cuento y éste se recrea a partir de su experiencia, o las tribulaciones en primera persona del Lobo Feroz por querer ser otro, o el drama del Cazador al verse verdugo de una criatura que ayudó a modelar.
Frankenstein no sería la historia de la creación de un monstruo, sino la vida, el amor y el miedo de un hombre nacido sin niñez y considerado una carnicería caminante, temido y negado. Los documentales ya no son la historia de lo que pasó, sino la historia de lo que le pasó a alguien que estuvo cuando eso pasó.
Interesa menos la Antártida, que la preparación del viaje, las vicisitudes personales del mismo y el momento de la llegada de esas personas que salieron rumbo a la Antártida. De hecho, hasta no concluir el viaje por alguna causa -bien contada-, sigue justificando el documental…
Las historias siempre han hablado de una u otra forma de personas, pero hoy mucho más que antes, la narrativa es una plataforma identitaria más, para quien cuenta, para quienes son contados y para aquellos a quienes se les cuentan.
Vivimos en un mundo tan dinámico, transicional y anémico de contexto, que lo percibimos como incierto.
En la incertidumbre los factores de ordenación se vuelven muy necesarios, y la identidad (la propia, las de los otros, las de las cosas) es un gran ordenador cognitivo.
Si consideramos la definición sociológica de institución, la que señala que ésta es todo aquello que ordena a la sociedad, entonces podemos tomar a la identidad como una de ellas.
De esta creciente necesidad de identidad, es que se desarrolla la tendencia de la narrativa identitaria…